Pico de Correcillas o Polvoreda (2.007)

ASCENSIÓN DESDE CORRECILLAS

ARISTA SE

El Polvoreda, también llamado Pico de Correcillas, es una cumbre notablemente aislada y prominente y el pico más alto de los rebordes meridionales de la Montaña Central: entre las sierras de Villabandín y del Brezo, sólo aquí se alcanzan los 2.000 m tan al sur. Esto da una idea del monte al que nos enfrentamos. Arquetipo de la montaña cantábrica leonesa, se trata de una peña caliza alzada sobre extensas laderas herbosas y rodeada de valles hondos donde se refugia el poco arbolado que resiste las duras condiciones climáticas. Y no por falta de agua, que chorrea por mil torrentes y arroyos. La presencia humana es modesta pero antigua y aún persisten los viejos caminos empedrados que comunicaban los minúsculos pueblecitos retrepados en lo más alto de cada valle.

La ruta consiste en remontar la arista que la montaña extiende hasta Correcillas y bajar por su opuesta, para regresar al pueblo descendiendo el Valle de Santiago, que rodea el Polvoreda por el este.

Visto del el noreste, el pico Polvoreda muestra las aristas de subida y bajada

SITUACIÓN:

  • Zona: Montaña Central Leonesa (Cordillera Cantábrica)
  • Unidad: Valle del Curueño
  • Base de partida: Correcillas (León)

ACCESO: El municipio de Valdepiélago está en el noreste de la provincia de León, en la vertiente meridional de la Montaña Central Leonesa, a orillas del Río Curueño. Una de sus poblaciones es Correcillas, situada en un vallecito entre las montañas que separan dicho río de su vecino occidental, el Torío. Dado que es difícil aparcar dentro del pequeño casco urbano, resulta más práctico hacerlo a la salida de una doble curva que hace la carretera tras cruzar el Arroyo de Correcillas, unos 500 m antes de llegar a las primeras casas, donde hay espacio a ambos lados de la vía. Puedes calcular un itinerario desde tu lugar de origen a ese punto en el siguiente link a GoogleMaps.

OTROS DATOS:

  • Cota mínima / máxima: 1.213 / 2.007
  • Mi tiempo efectivo: 3h51
  • Mi tiempo total: 5h31
  • Dificultades: F, en las condiciones del día (había un mínimo espesor de nieve en el entorno de cumbre y la bajada por la cuerda norte, pero tan poca que no influyó en la dificultad, salvo por tener que ir con más cuidado para evitar resbalones). Muchos pasos de I grado y uno de II-, de unos 8 metros de altura.
  • Track para descargar en Wikiloc

Mapa tomado del visor Iberpix. ©INSTITUTO GEOGRÁFICO NACIONAL DE ESPAÑA

LA RUTA: Desde la curva donde la Carretera de Correcillas cruza el río homónimo, remontar al N la ladera, alcanzado la arista en El Pico. Girar a la izquierda (NO) y seguirla, alternando pendientes suaves con trepadas hasta la cumbre del Polvoreda (F).

Bajar por el lomo septentrional, pasando por el Cueto Carnero, hasta los prados de Muruquil. Girar a la derecha (NE) y continuar el descenso hasta el Collado Santiago, donde se toma, de nuevo a la derecha (SE), el Camino de Rodillazo para regresar por Correcillas al punto de partida.

Croquis de la ruta sobre ©GOOGLE EARTH

COMENTARIOS: Esta ruta combina una subida agreste y entretenida, con su poquito de dificultad pero al alcance de la mayoría de montañeros, con una bajada tranquila, deshaciendo por valle el camino recorrido previamente por arista, para relajarse contemplando cómo la montaña que acabamos de subir va cambiando con la perspectiva. La subida sólo está señalizada en la parte final pero la orientación es obvia desde el inicio.

Aunque pisé un poquito de nieve y escarcha, no llegué a usar los crampones. Pero agradecí llevar suela dura: al inicio de la bajada, me crucé con un grupo que iba resbalándose a cada paso. Con condiciones invernales de verdad, los inocentes resaltes de la subida puede que se transformen en algo más serio... o puede que la nieve, formando ventisqueros, facilite el superarlos; no sé.

El Collado Santiago se puede alcanzar en todoterreno desde Rodillazo, y eso parece que hace casi mucha gente: el desnivel disminuye mucho y la dificultad se reduce a cero. Pero creo que es mejor sacar el máximo de cada salida a la montaña y la arista sureste es bella y divertida.

Fue una pena que las nubes oscurecieran el horizonte pues, sólo con lo que entreví, me imagino el extraordinario panorama que debe haber en un día claro. Después de todo, hay que irse bastante lejos para encontrar un punto más alto: a 12 km al norte está la Morala; pero es que, al oeste, hay 48 km hasta Peña Correa y, al otro lado, 57 al Espigüete. Y, curiosamente, es el Bodón el que se lleva la fama en estos valles.

Por último, sobre el nombre de esta montaña, en la cartografía del IGN aparece Polvoredo (y hasta Polvareda como nombre del vértice). La cosa es que Polvoredo es el nombre de un pueblo leonés... pero que está a freír espárragos, allá por Picos de Europa. Como, al buscar en Google, la mayoría de referencias locales (desde guías de montaña a una fábrica de embutidos) son Polvoreda, he adoptado esta designación.

RELATO GRÁFICO:


La última parte del viaje, a partir de León, había transcurrido entre la niebla hasta que, cruzando Villalfeide, penúltimo pueblo, ésta se levantó; precisamente fue la cumbre del Polvoreda lo que vi entonces a través del parabrisas: buen augurio. Poco después, cuando aparqué en el margen de la carretera de Correcillas, ya podía ver con claridad el arranque de la arista suroriental contra un cielo despejado.

Había caído una ligera helada durante la noche y la mañana estaba fría y húmeda. Ya a pie, comencé por retroceder un poco por la carretera, hasta volver a la margen derecha del Arroyo de Correcillas. Dejé el asfalto en el vértice de la curva aguas abajo del puente, para remontar al norte una despejada ladera de mediana inclinación, pisando primero hierba y luego un conglomerado bastante deshecho.

Avanzando por lo mejor, salí a la arista junto a El Pico, modestísimo apilamiento de bloques, de prominencia mínima y aspecto puntiagudo, desde donde descubrí el Valle de Santiago, por el que más tarde bajaría. Sobre el mismo, vi las primeras crestas glaseadas del día y de la temporada.

Al otro lado, a través de la boca del valle de Correcillas, también se veía brillar la nieve en la lejana Sierra de Villabandín. Por escaso que sea, siempre es especial ver llegar el blanco a las montañas cada otoño.

Tras pasar unos minutos en ese mirador, giré al NO y comencé a remontar la arista. Primeramente, crucé un rellano herboso, donde se marcaba algún trazo, posiblemente debido al ganado.

A continuación, el terreno se fue empinando y volviendo más y más pedregoso hasta dar con unas placas fáciles, empinadas pero llenas de apoyos (I), que se extienden a lo largo de 80 metros de altura.

La gateada culminó en un hombro donde la arista gira ligeramente a la derecha. Allí descubrí un recóndito vallecito colgado, verde entre los roquedos grises que lo abrazaban por tres lados. La arista se define a continuación un tanto, aunque sin llegar a ser afilada ni presentar la menor dificultad.

Caminando por ella, podía ver Correcillas atrás, así como...

... la considerable caída hacia el Valle de Santiago, a mi derecha.

Me fijé que, sobre el Lastrón de Agüero, cancho que tenía al otro lado del valle colgado, había unos grandes hitos. Bueno, ahora no iba a perder altura para cruzarlo. Proseguí por “mi” cresta, que es además divisoria principal, y seguía sin presentar obstáculos.

Al poco de pasar los 1.500 m de altitud, me encontré con un resalte de roca de aspecto imponente. Lo podía haber evitado por la izquierda pero, viendo a la derecha algo que podía ser un punto débil, me asomé a verlo mejor.

Se trata de una chimenea de 25 m, tumbada y con agarres de sobra, pero lo suficientemente empinada como para tener que usar las manos (I).

De ella, salí ante una panza de roca con aspecto difícil. La evité tomando a la izquierda una repisa aérea, que dejé unos metros más adelante trepando a la derecha por una placa estratificada (I). Este paraje es fascinante, con la roca dispuesta en capas que, si al principio presentan un paralelismo horizontal tan perfecto que no parece natural, luego se curvan y retuercen  hasta...

... culminar como planos verticales que forman un bonito crestón, por lo alto del cual proseguí la subida. En este tramo no encontré obstáculos y sólo hube de poner atención al colocar los pies, así que pude dedicarme de nuevo a deslizar la vista alrededor.

A mi derecha, sobre el Valle de Santiago, podía ver ahora la ladera del Cueto Carnero, casi vertical y barreada de verde y gris, culminación de la arista norte del Polvoreda.

Volviéndome, distinguí, por encima del Lastrón de Agüero, el valle del Torío, que seguía rebosante de una niebla que brillaba en medio del oscuro llano leonés.

Ante mí, se fue definiendo una modesta prominencia donde la arista gira a la izquierda, adquiriendo dirección este - oeste.

Bajo la misma, encontré la mayor dificultad inevitable del día: un muro de ocho metros, casi vertical pero con buenos apoyos (II-).

Desde la punta, donde hay un hito de pastor, dominaba la cabecera del Valle de Santiago, sobre la que asomaba por un collado una cresta recortada y casi totalmente blanca: el grupo del Cueto del Calvo.

Siguió una sección de arista amplia y suave hasta dar con un escalón de roca, apenas cuatro metros, que pasé caminando por una de las varias fracturas que presenta.

Con el incremento de altitud, al mirar atrás vi que se había descubierto, por encima de una loma vecina, la cresta del Bodón. Más a la derecha, aparecían...

... a contraluz una serie de cordales quebrados semejando las olas de un mar oscuro. Cerca, en la parte derecha, identifiqué a una conocida: la Peña Corada.

La cima se veía ya cercana y me dirigí a ella por un ancho lomo, que se fue empinando poco a poco hasta culminar en una pequeña prominencia cónica. A partir de ahí, comencé a pisar una crujiente lámina de escarcha, mientras a mi izquierda...

... se iban descubriendo las cimas nevadas de la Montaña Occidental, nebulosas en la lejanía: unas nubes oscuras se iban acercando por ese lado, pero no parecía que pudiera estropearse el tiempo en menos de tres o cuatro horas.

Al final de la casi imperceptible bajada tras esa punta, aparecieron unos hitos espaciados que marcaban el camino a la cumbre. Supongo que el inicio de esta ruta llega por alguno de los costados del cordal.

Tras otro tramo de loma amplia y herbosa, más blanca cada vez,...

... topé a 1.930 m de altitud, con el cancho cimero. Si la roca no hubiera estado escarchada, podía haber pensado en atacarlo de frente, pues no parece que la dificultad pase de un II grado. Pero la nieve tenía poco espesor para utilizar crampones y suficiente dureza para resbalar. Decidí seguir los hitos, que me dirigieron a la izquierda (O) para...

... evitar el arranque más empinado del cancho por una repisa herbosa. Tras un breve rodeo en ligera subida por ese lado, el del valle del Torío, giré a la derecha (NE) y...

...volví a la cuerda por una terraza rocosa, 25 metros por encima de la base del cancho.

A partir de ahí, la arista se tiende y sólo se oponen al avance unos escalones fáciles (I), que no pasaban de metro y medio.

A la derecha, un crestón calizo, en el que la nieve escasa subrayaba grietas y repisas, se precipitaba a un Valle de Santiago oscuro bajo las nubes bajas. A tal paisaje, el silencio absoluto, pues hasta el viento estaba ausente, le dotaba de una quietud un tanto intimidante.

Pero allí estaba yo, cubriendo los últimos metros de ascensión a la cumbre del Polvoreda, cerca de la cual, alguien había excavado una hornacina que alojaba una diminuta Virgen. Al llegar al hito, me alcanzó una brisa del noroeste que, si soplaba débil, venía helada.

A pesar de ella, aguanté más de media hora en la cima, contemplando las crestas heladas contrastar con el fondo oscuro de los valles. Si las nubes no me dejaron ver panoramas lejanos, daban un toque solemne al ambiente. Pero algo sí llegaba a ver: al nordeste, por encima del masivo Tres Mojones, la silueta negra y recortada del Torres. Girando a la derecha,...

... el Bodón se había descubierto bastante y su cresta aparecía curiosamente iluminada entre las sombras circundantes.

El sol también atravesaba el palio de nubes más allá del cóncavo que envuelve Correcillas, haciendo brillar las últimas estribaciones de la cordillera, que se deslizan...

... hacia el Páramo leonés.

Siguiendo con la vuelta, en el valle del Torío los tejados rojos de los pueblecitos contrastaban con el verde de prados y bosques bajo los enormes roquedos grises de la Peña Valporquera y la Corona. Esta última es una estribación del propio Polvoreda, cuya culminación es...

... una extensa rampa kárstica que baja al noroeste de la cumbre. Más allá, lo sombrío del día no dejaba ver más allá de las crestas que separan los afluentes occidentales del Torío, las cuales se alinean en un paralelismo sorprendentemente regular.

El descenso lo realicé por la ruta normal, que recorre la arista norte de la montaña, la cual se presentó al principio ancha y suave. Al pasar un hombro, ésta...

... se empinó, aunque seguía amplia y sin oponer más obstáculos que poner algo de atención para no pisar mal alguna piedra suelta. Aquí me crucé con un pequeño grupo que subía; fue el único encuentro del día y me alegré de llevar botas duras, ya que, si bien no llegué a usar los crampones, la rigidez de la suela me evitó ir dando resbalones a cada paso, como ellos. Era curioso ver cómo la nieve definía la arista, al cubrir la suave vertiente de la izquierda, mientras al otro lado los desplomes del hoyo oriental se mantenían desnudos.

Más abajo, llevé por un tiempo a la derecha aquel crestón que me había llamado la atención poco antes de la cumbre, pero esta vez la cara visible estaba totalmente blanca y destacaba con viveza contra el paisaje verde y gris que se descubría detrás.

Al llegar al Cueto Carnero, modestísima punta donde la arista se curva al oeste, me asomé al otro lado, desviándome un poco de la arista, para apreciar la elegancia de líneas del Polvoreda y la disimetría de la arista por donde bajaba.

Bajo el mundo sombrío de roca y nieve que me rodeaba, verdeaba el valle hacia el que me dirigía.

Girando con la cuerda, continué el descenso al noroeste, caminando por una loma de escasa pendiente, hacia el llano en que desembocaba.

Avanzaba despacio, pues no paraba de volverme a contemplar la cumbre que dejaba, cuya silueta, cambiante pero siempre airosa, no me cansaba de contemplar.

Llegando a la pradería de Muruquil, la loma se empina algo y surgen de la hierba unos canchos pero un par de pasillos herbosos permiten bajar cómodamente. Yo escogí el de la izquierda pero creo que da lo mismo uno que otro.

Abajo, me encontré el extremo de un senderillo estrecho pero claro que atravesaba el matorral en ligera subida. Lo tomé a la izquierda (O) y no tardé en encontrarme con unas rodadas que me cortaban el paso, y que tomé a la derecha (NE).

Casi inopinadamente, esas trazas se transformaron en camino y luego en pista, mientras me llevaban en fuerte bajada hacia el collado que une el Polvoreda con el cordal que divide las cuencas de los ríos Torío y el Curueño. Antes de llegar al mismo, pasé por una barrera, junto a la que había un todoterreno. Se puede acceder hasta aquí, a más de 1.600 m de altitud, desde Rodillazo. Opción que deben escoger bastantes ascensionistas, de los que parece que salen a la montaña a acabar cuanto antes.

Según perdía altura, se fue abriendo a mi izquierda el valle de Rodillazo, dominado los cuetos grises de Sancenas.

En el cruce del Collado Santiago, giré al otro lado (SE) para bajar por el valle homónimo. La pista muere al poco de iniciar el descenso, en medio de un ancho prado con viejos corrales, donde pastaba un nutrido grupo de caballos. El escenario en que había transcurrido la jornada, abrupto y desolado hasta entonces, pasaba a mostrar las delicias bucólicas de la montaña viva.

A partir de ahí, continué por el hoy llamado Camino de Rodillazo, tramo de la antigua vía, transversal a los valles, que comunicaba, desde épocas prerromanas, los lugares que hoy ocupan Villamanín, a orillas del Bernesga, y Nocedo de Curueño. Aunque se ha ido deteriorando con el tiempo, el trazado entre muretes de piedra está claro; por otro lado, la entidad de las rústicas obras de refuerzo, contención e incluso empedrado que me encontré dan idea de su pasada importancia.

Al avanzar al sur, se fue descubriendo a mi derecha el cóncavo oriental del Polvoreda, que pude admirar desde diversos ángulos. 

A la altura del curioso peñasco llamado Mojón de Cuillo, se veía ya la cumbre enmarcada por las dos aristas que había recorrido.

Más abajo, la cima quedó oculta pero la vista seguía de los estratos que soportan la arista suroriental seguía impresionando.

Al trasponer un lomo, aparecieron las casas de Correcillas, apiñadas en una estrecha confluencia de barrancos. Tras cruzar el pueblo, salí por la carretera que sigue el arroyo que le da nombre, hacia el lugar donde había dejado el coche.

Finalmente, el día no había sido malo; incluso se había presentado finalmente el sol para dar un final risueño a un día pródigo en bellezas de tono más bien adusto.

Mientras cubría esos últimos metros de excursión, no dejaba de mirar a mi derecha la impresionante mole del Polvoreda, cuya cumbre apenas era capaz de entrever, a base de doblar bien el cuello, sobre la retorcida arista sureste.

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