Croquis
de la ruta sobre ©GOOGLE EARTH
COMENTARIOS: El Chamizo es
una cumbre de cierta popularidad a nivel local pero bastante desconocida fuera
de Málaga o Granada. Sin embargo, es una bonita montaña, prominente, aislada y
que destaca mucho sobre la cresta en que se asienta: el resto de sus picos son
200 m más bajos como mínimo. Y sus vistas son amplísimas, aunque el día que
estuve “coincidí” con una nube en cumbre. Pero lo que vi subiendo y bajando me
bastó para hacerme una idea.
La ruta en sí es un
clásico de la zona, que combina la cumbre con el paso por parajes atractivos.
Aunque está señalizado en su mayor parte, los hitos no siempre se ven bien y
las referencias son a veces escasas; si bien es difícil despistarse del todo en
un cresteo, con mala visibilidad es fácil perder la senda. Incluso en un día
claro, hay que ir atento.
Por otro lado, el
recorrido de la zona kárstica es incómodo, al transcurrir por terreno que
carece de grandes accidentes pero está extremadamente agrietado, obligando a
caminar con cuidado y mirar dónde se apoyan los pies. También el descenso tiene
su pequeña complicación: el inicio del paso bajo la cara norte es empinadísimo
y, el día que estuve, la senda estaba cubierta por una costra de nieve helada
que la convertía en un verdadero tobogán; pero lo que hay debajo es una rampa
de arena compactada que, en seco, también debe de patinar bastante.
RELATO GRÁFICO:
Salí del
Llano del Hondonero, frente al vistoso Tajo de la Madera, en cuyo flanco
vertical, de formas líquidas, se mezclan todos los colores de la caliza.
Al este,
me dominaba la cumbre, pero no me dirigí a ella. Dándole la espalda, comencé a...
...
caminar por la pista, continuación de la que había recorrido en coche, que sube
al oeste entre el Tajo de la Madera y las Camarolas. Ésta gana altura suavemente,
trazando amplias lazadas, ora por bosque de pinos,...
... ora a
través de prados, desde donde podía contemplar a mi espalda el cuenco del
Hondonero bajo la cresta de la sierra.
Al pie de
la pared de las Camarolas, me encontré la primera cancela del día; habrá varias
más.
Después,
el camino gira a la derecha y se deteriora notablemente hasta llegar a borrarse
al entrar en un extenso prado rodeado de peñas. Lo atravesé en busca de la
collada que veía al fondo.
Si a la izquierda
me dominaba la cresta rocosa de la montaña, a la otra mano...
... el
terreno al norte se abalconaba sobre el valle del Genil, más allá del cual se
elevaba la Horconera, la más alta de las sierras subbéticas cordobesas.
Al salir
del prado, me encontré de nuevo el trazo, que pronto fue una pista ancha y bien
marcada. El ascenso de una vaguada corta y suave, me llevó a otro rellano, en
cuyo borde se asentaban unas cuantas peñas bastante vistosas y desde el que...
... hay
una bonita vista del Chamizo rodeado de satélites y mostrando el lomo oeste
sobre el Puerto de Perdigones, por el cual alcanzaría la cumbre. Además, hay
que volverse ahí pues, al poco, se pierde de vista la cumbre durante un buen
rato.
El extremo
occidental de este rellano coincide con un collado, de cota 1.218 en el mapa, a
partir del cual el camino desciende. Enfrente, pude ver por primera vez el
Morrón de la Cruz, primer pico del día e inicio del cresteo. Su aspecto no
destacaba mucho, ya que otras puntas más cercanas aparentaban ser más altas. Había
llegado el momento de dejar el camino principal, girando a la izquierda (S)
para cruzar un portillo en una cerca que llevaba a esa mano.
Al otro
lado, un trazo borroso en la hierba me llevó hasta el borde del karst que
constituye la cresta de la sierra y, luego, los hitos me guiaron por lo más
cómodo para remontar una vaguada abierta y suave, primero hacia el cordal
principal y luego, al llegar a una confluencia apenas perceptible, a la derecha
(SO) para tomar el tubo que sube hacia el Morrón de la Cruz.
Según
ganaba altura, se fue descubriendo a mi espalda una fracción mayor del valle
del Genil; incluso se veía algo de Villanueva.
La nieve
punteaba de blanco el irregular terreno de hierba y caliza por donde avanzaba.
La
orientación no es muy clara y, aunque no hay obstáculos importantes, sin hitos
la progresión sería bastante incómoda.
Cuando
volví a tener a la vista la cumbre, oculta desde hacía rato, al morir el tubo
en un rellano, derivé a la derecha (O), atravesando horizontal la ladera y
dejando a la izquierda otro par de vaguadas antes de acometer la subida de una
pendiente más recia, que me dejó al pie de un enésimo tubo, también suave.
Éste baja
del collado abierto entre las dos puntas del Morrón de la Cruz y, derivando
ligeramente a la izquierda (SO), ascendí por el mismo. Sin llegar a la horcada,
giré a la izquierda (S), dando la espalda a la punta norte, para remontar una
empinada rampa de roca semicubierta por delgadas placas de hielo. Apenas
encontré dificultad pero, en esas condiciones, hube de poner bastante cuidado
en la remontada, evitando pisar las costras heladas, que resbalaban sin tener
espesor suficiente para los crampones.
Gané la
cresta a veinte metros escasos del hito del Morrón de la Cruz, del que me
separaba un lomo de roca ancho, suave y, afortunadamente, limpio de nieve, pues
la caída a la izquierda era considerable.
Allá
abajo, verdeaba la extensa pradera donde nace el Guadalmedina, el río de
Málaga. Al fondo, más allá de otro gran desnivel, el terreno se quebraba en los
complejos relieves de la Axarquía hasta interrumpirse en una superficie lisa y
brillante: el mar. Girando la vista a la derecha,...
... al
suroeste, se elevaban el masivo Realengo y el airoso Morrón de la Gragea,
cilindro calizo de flancos verticales que surge de una pradera rodeada de
arboledas. Esperaba que estas modestas y apartadas sierras fueran bonitas, pero
estaban superando mis expectativas.
A pleno
oeste, se alzaban en sucesión la Sierra de las Cabras y el Torcal de Antequera,
donde destacaba la silueta oscura y triangular su cumbre, el Camorro Alto.
Al norte,
seguía viendo la Horconera, en la subbética, y ahora también el redondeado
Gibalto.
Por
último, al este, la cresta de la Sierra de Camarolos me limitaba la visión pero
me marcaba la ruta hacia el Chamizo, mi objetivo principal. Y podía ver lo que
me esperaba: un accidentado crestón o, mejor dicho, una sucesión de ellos
separados por amplios collados. Al parecer, no había grandes obstáculos y los
lomos rocosos se presentaban airosos sin llegar a aéreos. No estuve mucho rato
parado, apenas diez minutos, pues un vientecillo fresco del suroeste hacía poco
apacible la estancia en el pico, al tiempo que traía unas nubes oscuras, aunque
aún se veía bastante azul. Reemprendí la marcha caminando al este por un lomo
ancho y suave. Lo marcado era volver a la horcada norte pero, por lo comentado
antes del hielo, preferí progresar por la arista, que estaba bastante limpia.
Pronto,
el terreno se desplomó y emprendí la bajada hacia el collado oriental, breve y
fácil pero incómoda, pues volvieron a aparecer las pellas de nieve helada, que
me obligaron a medir cada apoyo.
Por esa
horcada pasa a la vertiente sur la senda, mejor dicho línea de hitos, que
recorre la cresta, yendo por una u otra vertiente para moderar el subibaja de
los crestones. Sin embargo, en vista de que ya no había trazo y, fuera por lo
marcado o no, iba a tener que ir triscando de piedra en piedra, decidí
continuar por la arista. Además, ir por la vertiente meridional no me iba a
proteger del viento dominante.
Para
evitar un resalte, salí del collado por la vertiente izquierda, desde la que el
Morrón de la Cruz, al ir tomando perspectiva, se veía atractivo. Aunque la
nieve iba ganando terreno paulatinamente a la roca, seguía sin haber espesor
para los pinchos ni continuidad para las cadenas.
Cuando me
pareció, giré pendiente arriba y alcancé enseguida la cresta. Ésta sigue siendo
cómoda pero está más fracturada que hasta entonces y la progresión se
convirtió, por momentos, en un ejercicio de funambulismo.
Lo que no
quitaba un ápice de atractivo al entorno. Precisamente mirando a mi espalda, vi
cómo las nubes eran cada vez más espesas, oscuras y rápidas.
Al final
de este primer crestón, el lomo de la sierra se ensanchó y perdió carácter
rocoso, para deslizarse como una ancha rampa cubierta de matorral rastrero
hacia un collado de cota 1.334,...
...
amplia pradera cruzada por cercas de demarcación y por la senda que ya había
seguido antes, que retorna aquí a la vertiente norte. Dado que el viento había
arreciado y que la cresta estaba resultando bastante incómoda, decidí, por una
vez, ir por lo marcado. Al llegar al pie de la pendiente, viendo enfrente un
trazo en la hierba que evitaba por la izquierda un cancho poblado por varias
hiedras, me dirigí directamente a él y lo tomé a la izquierda (NE).
La senda
me llevó por la vertiente norte, primero en gradual ascenso diagonal y, luego,
horizontalmente, aprovechando estrechos pasillos herbosos entre el karst.
Mirando
atrás, el panorama estaba cada vez más nuboso, aunque aún distinguía los picos
más característicos: los dos del Realengo y el Morrón de la Cruz.
Porque,
al frente, la cumbre ya estaba cubierta por un nubarrón que no se retiraría en
varias horas. En este tramo, el terreno se volvió más abrupto y agradecí contar
con señales que me llevaran por lo más cómodo. Vi también algún viejo trazo de
pintura pero, la mayoría, se debe de haber borrado.
Tras
cruzar un espolón, descendí a otro collado, también ancho y herboso. Ahora el
terreno se había suavizado algo, tanto por pendiente como por regularidad, y la
senda se marcaba bastante bien.
Salí de
la horcada atravesando el lomo septentrional de la siguiente prominencia, tras
el que bajé a la siguiente depresión, la más ancha de la sierra, por lo que
lógicamente es el lugar en que la antigua cañada ganadera de Ríogordo atraviesa
la montaña. Además, en medio de la extensa pradería, se alza abruptamente una
atractiva lámina caliza triangular de flancos empinados, cuya silueta recuerda
una aleta de tiburón. Pero, si el panorama al frente era sombrío, a mi
izquierda...
...
brillaban al sol los campos en el llano y llegaba a distinguir, por...
... el
característico Tajo de la Madera, la pradera de donde había partido.
No
encontré hitos en el borde oriental del collado y seguí lo que creí un trazo en
la hierba, que me llevó a la vertiente norte del siguiente crestón, a través de
un ancho pasillo flanqueado de losas verticales; una auténtica trinchera de
verde en la ladera kárstica.
Pero ésta
no tardó en cerrarse, desapareciendo el trazo en un terreno rocoso, irregular y
quebrado, por donde fui avanzando en horizontal por donde me pareció, hasta que
vi a mi izquierda...
... un
prado poco más abajo y descendí hasta él, teniendo que usar brevemente las
manos para destrepar un modesto resalte en la base del canchal.
Una vez
en la hierba, giré a la derecha (NE), para atravesar el rellano hacia el
collado que se abre al pie del lomo del Chamizo.
Pronto,
me reencontré con la senda, que debe salir del anterior collado más abajo de
por donde yo lo hice. Tomándolo, alcancé enseguida el Puerto de Perdigones,
donde emprendería la subida final a la cumbre, que se presentaba cubierta
aunque, sobre mi cabeza, se abrían y cerraban continuamente ventanas azules que
me daban alguna esperanza de coincidir con un claro en la cima.
El inicio
de la subida se presentó como una ancha rampa pedregosa que ascendía al norte,
hacia una arista rocosa. Al alcanzarla, la tomé a la derecha (NE) y fui
recorriéndola, evitando los numerosos cantos que la jalonan por uno u otro
lado, según me marcaran los hitos o el propio terreno, pues aquéllos no siempre
los veía. Y, como siempre, me faltaron precisamente cuando más falta hacían.
Los
vapores que cubrían la montaña se abrieron sobre mí un momento, dejando ver
algo con pintan de cima; no lo era, pero resultó una bonita visión.
Justo
antes de atravesar la panza de la nube hacia los 1.550 m de altitud, eché una
mirada abajo. Hacia la derecha, donde no se veía más allá de la dentada arista
que cierra la gran dolina que se abre al sur del puerto, y...
...
atrás, donde el sol hacía brillar los prados más allá del ancho lomo por donde
iba subiendo. A mi izquierda, no veía más que un muro grisáceo.
Al menos,
el juego de las nubes con la roca producía un ambiente fascinante... o quizás
pensé eso para consolarme por la falta de visibilidad. La cosa es que continué
el ascenso, procurando primar la vertiente izquierda para protegerme del
viento, que se había hecho realmente fuerte, capaz de zarandearme cuando no
estaba a cubierto. También acabé por ponerme las suelas antideslizantes, aunque
pisara roca alguna vez.
Progresaba
alternando flanqueos más o menos inclinados con...
...
cortísimas trepadas y algún paso afilado por la arista (I). Lógicamente, según
ganaba altura, el viento pegaba más duro, las nubes estaban más cerradas y, el
mundo, más helado.
No es de
extrañar que, al llegar por fin al hito cimero del Chamizo, me limitara a
“tocar chepa” y proseguir...
...
bajando por el lomo nordeste, amplio y cubierto de una nieve helada pero menos
dura que antes. Mejor; así no tendría que ir con los crampones arañando roca.
Enseguida,
llegué a una horcada, de la que salía a la izquierda (NE) una repisa que baja
en diagonal adosada al flanco de la cresta: es el arranque de la canal NE y me
metí por ella, siguiendo...
... unos
hitos, por fin bastante claros y seguidos.
El tubo
se fue definiendo según perdía altura entre la niebla y, en su interior,
encontré nieve continua por primera vez en el día. Por fin volvía a caminar con
comodidad.
Perdidos
unos 50 metros, me encontré protegido del viento por la pared de la cresta y me
detuve a almorzar y descansar un poco.
A
continuación, seguí bajando en medio de un silencio absoluto y...
... bajo
sombrías paredes veteadas de blanco, más impresionantes aún al perderse su
culminación en confusas siluetas veladas por el vapor.
Pese a la
escasa visibilidad, el camino era claro, además de más cómodo por la
continuidad de la nieve, por lo que pude relajar bastante el paso.
A la
salida del tubo, me encontré con una cerca. La crucé por un hueco y giré a la
izquierda (NO), para continuar el descenso junto a ella. Aquí me encontré zonas
empinadísimas y que, incluso sin la costra blanca, se adivinaban delicadas,
pues cuando más abajo se abrió algún hueco, apareció un suelo arenoso bastante
resbaladizo.
Mirar
arriba seguía siendo fascinante, aunque lo que ahora tenía sobre mi cabeza era
la cara norte del Chamizo: 300 m de empinadísima caliza.
Hacia los
1.300 m de altitud, salí de la niebla y pude ver lo que me restaba de bajada,
menos empinado ya, hasta los prados, donde llegaba a distinguir un mirador al
final de una pista: el siguiente hito de la ruta.
También,
a mi derecha, otros bonitos riscos, delimitando este pasillo, único hueco que
permite salvar caminando el flanco rocoso de la sierra.
Inopinadamente,
la senda fue transformándose en un camino ancho y bien acondicionado. También
fueron apareciendo huellas sobre la nieve al acercarme a las cercanías de la
pista transitable del Hondonero y entrar en los dominios del paseante
dominical.
Mirando
atrás, podía apreciar el contraste entre el sombrío mundo mineral y helado que
dejaba con...
... los
sonrientes prados a los que llegaba, interrumpidos al fondo por las airosas
peñas que marcan el pie de monte. No tardé en desembocar una pista forestal
apta para turismos, que recorría horizontal la ladera para alcanzar un cercano
mirador. Dejándolo a la derecha, tomé el nuevo carril a la izquierda (S) para...
...
deshacer el recorrido de la cresta por la falda del Chamizo, cuya cumbre fue
despejándose irónicamente según me alejaba.
Al llegar
a una segunda bifurcación, giré de nuevo a la izquierda (SO). Tras atravesar el
collado que une el Peñón de los Becerros al monte, pasé un breve bosquecillo y,
al dejarlo atrás, di vista ya al Tajo de la Madera, a cuya izquierda veía
asomar ligeramente, en el último horizonte, la doble cima del Morrón de la
Cruz. El final se anunciaba.
No tardé
en llegar al Llano del Hondonero donde, a la vista del coche y sin esperar a
llegar al cruce de la pista que llevaba con aquélla por la comencé la ruta,
dejé el camino por la izquierda (O) para atajar por el prado, mientras la luz
comenzaba a declinar.
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