Croquis
de la ruta sobre ©GOOGLE EARTH
COMENTARIOS: La Plaza de
Toros no tiene entidad como para ser el objetivo de una ascensión pero es el
punto más alto que alcancé camino del Meapoco, pico de bastante más porte.
Decidí bajarme del cordal en el siguiente collado harto de caminar sin ver más
allá de cinco metros, a través de una niebla húmeda que me obligaba a limpiarme
las gafas a cada momento. No hacía demasiado frío ni viento pero no era
agradable. En todo caso, la ruta tiene sus atractivos: el paso por los curiosos
Barquillos y el descenso del circo de Las Lagunillas. Además de unas vistas
hermosas, de las que puede disfrutar mientras estuve fuera la nube.
Si repitiera el recorrido
en condiciones similares, lo haría en sentido contrario, a fin de tomar de
subida las pendientes más fuertes. En seco, tengo mis dudas sobre el sentido
más conveniente. Por cierto, que la escasa dificultad desaparece yendo y
volviendo por los Barquillos. La ruta completa, tal como está y con nieve,
requiere manejo seguro de piolet y crampones y una regular condición física. Con
niebla, además, buena capacidad de orientación y cierta intuición, pues el tubo
de las Lagunillas no está bien definido en todo su recorrido y presenta
bifurcaciones, algunas de las cuales acababan bruscamente al borde de un
resalte.
RELATO GRÁFICO:
Cuando
crucé el puente sobre el Tormes, la mañana se presentaba gris y soplaba un
vientecillo fresco, aunque no se podía decir que el día fuera desagradable.
Mirando
al oeste a través del valle, llegaba a distinguir las nevadas vertientes de la Sierra
de Candelario asomar entre las nubes bajas.
Siguiendo
la pista balizada como PR-AV 35, rodeé un espolón y entré en la Garganta de
Gredos. En una bifurcación, tomé el ramal que baja a la derecha (SE), cruza el
cauce por el Puente de las Ranas y gana altura por la vertiente opuesta, al
tiempo que sigue remontando el valle.
A
continuación entré en el monte de Las Cerradillas, desviándome del eje de la
garganta. En la primera curva a la derecha, dejé de lado la senda que conduce a
los grandes circos, tanto el de la Laguna Grande como el de Cinco Lagunas. Más
adelante, volvería a asomarme a la Garganta del Pinar, sobre la que se alzaba
imponente la Cabeza Nevada.
Poco
después, en el segundo giro cerrado a la derecha desde el comienzo la
remontada, tomé a la izquierda (S) otra senda, estrecha pero bien marcada, que asciende
unos metros, cruza el espolón y pasa a atravesar, manteniéndose en
imperceptible subida, la ladera oriental de la Cuerda de los Barquillos, bajo
el altivo Risco Redondo.
Volviéndome,
podía ver ahora el ondulado altiplano que se extiende entre Gredos y las
Parameras. Destacaba entre éstas...
... la
armoniosa silueta blanca de la Serrota.
Después
de pasar unos cercados, llamados de Rilos, el camino se borró prácticamente y
pasé a caminar por el típico terreno gredense de retama y peñascos, sobre los
cuales abundantes hitos ayudaban a encontrar el paso cómodo.
Además,
fui ganando altura más rápidamente aunque de momento la ascensión seguía sin
mostrarse dura.
Llegué a
continuación al primero de los curiosos fenómenos llamados barquillos: especie
de hoyas alargadas, suavemente cóncavas y con su eje mayor paralelo al cordal,
de modo que parecen la marca de la panza de una embarcación.
Los hitos
me llevaron por su reborde externo, ligeramente levantado sobre el fondo de la
depresión y...
... con
una hermosa caída hacia la garganta.
Cuando
quedó atrás el Barquillo Bajero, me encontré enseguida ante...
... el Mediano,
al fondo del cual se iban viendo ya las nevadas vertientes cabeceras del valle,
en medio de las cuales destacaba...
... el
Risco de las Hoces, que parte en dos el Circo de las Lagunillas.
Las nubes
bajaban cuando llegué a la entrada del Barquillo Cimero, donde hay una pequeña
cabaña. Para entonces, no sólo habían quedado ocultas las cumbres, sino que...
...
tampoco se veía nada por encima de la cabecera de la garganta y apenas si
llegaba a adivinar, a mi izquierda, los huecos de las Lagunillas y Cinco
Lagunas.
En el
fondo de este barquillo, comenzaba la nieve continua, bastante blanda pero no
muy espesa. Al llegar a la pendiente final, la remonté en busca del lomo que, a
la derecha (SO), se perdía en la panza de las nubes.
A mi
izquierda, las paredes de la Garganta del Pinar impresionaban, con cada repisa
y chimenea marcados por la nieve.
Aunque
iba perdiendo visibilidad, la ruta a seguir estaba clara, bien definida por el
lomo, cada vez más empinado pero amplio y regular.
Mirando
atrás antes de internarme en el vapor, pude ver el pliegue que los barquillos
forman en la ladera oriental de la loma.
La niebla
se cerró del todo cuando llegaba a una zona rocosa, donde el paso se agudizó
pero,...
... aunque
tuve que ayudarme con las manos para pasar algún canto, la dificultad que
encontré fue mínima.
Luego
eché de menos esos bloques, pues la loma se hizo amplia, cubierta de una nieve
compacta que se confundía con el blanco de la niebla que me rodeaba. Sólo la
pendiente me servía de referencia y ésta se iba haciendo cada vez más tenue.
Una sombra se materializó ante mí: un peñasco con un hito encima... pero no se
veía ningún otro.
Supe que
había llegado al entronque de crestas llamado Calvitero al descubrir, asomando
del blanco, las losas superiores de una de las tres tapias que se encuentran
allí. Por fortuna, se trataba de la que se dirige al sur, que era precisamente
mi dirección, así que me sirvió de guía.
Cuando la
hilera de cantos giró a la izquierda y dejó de seguir la loma, yo continué
recto en busca de la cumbre, con la que di más o menos por casualidad. El hito
cimero de la Plaza de Toros, medio escarchado, se elevaba solitario en medio de
un mundo blanco y húmedo, en medio de un silencio denso, pesado.
Continué
mi camino descendiendo por el lado contrario y derivando ligeramente a la
izquierda (SE), para topar cuando antes de nuevo con el muro. Precisamente, lo
alcancé el collado que se abre entre la Plaza de Toros y el Risco del Fraile.
Había previsto seguir hasta el Meapoco pero el panorama no era alentador,
aparte de que, al tener que moverme a ciegas, iba muy despacio y el tiempo
pasaba. Decidí pues dejar el cordal y dejarme caer por la ladera de la
izquierda (NE).
Al
principio, el descenso se presentó suave y encontré incluso un par de hitos,
aunque no me sirvieron de gran cosa, pues desde cada uno no se veía el siguiente.
Al poco,
el terreno fue tomando pendiente y se definió un tubo, sirviéndome de
referencia las rocas que sobresalían a ambos lados. También empecé a notar la
nieve más consistente y, aunque todavía se marcaban las botas en ella y la
pendiente apenas llegaba a 20º, me puse los crampones y saqué el piolet,
entonces que todavía era cómodo hacerlo.
Tras
perder unos 100 metros, pasé por un pequeño rellano, que recorrí ciñéndome a su
lado izquierdo. A la salida, me encontré con una prominencia rocosa que parecía
dividir en dos el tubo, aunque la rama izquierda moría enseguida en una
terraza; bajé pues por la derecha (NE),...
... para
girar enseguida a la izquierda (NO) y entrar en la zona empinada del descenso:
la pendiente se mantuvo entre los 30 y 40º en lo que restaba.
Comencé
descendiendo en diagonal izquierda al pie de un potente resalte jalonado por
cascadas. Perdidos unos 50 metros, giré a la derecha (NE) para evitar un
escalón, bajando otros 20 ó 30 antes de...
...
retomar la dirección original (NO). En ese giro y durante 10 ó 15 metros, me
encontré la máxima pendiente del recorrido, alcanzando, si no superando, los
40º.
En los
cien metros finales, la pendiente fue cediendo gradualmente hasta el rellano de
Las Lagunillas, concretamente estaba junto a la más occidental, indistinguible
ese día en el uniforme manto blanco que lo cubría todo.
Al salir
de las nubes, pude echar una ojeada a la vertiente por donde había bajado, que
presentaba un aspecto imponente. Sólo podía ver su tercio inferior aunque la
cima de donde bajaba parecía definida por dos diagonales: la de la izquierda,
por donde había bajado, y la de la derecha que debía caer de los alrededores
del Calvitero.
Atravesé
la cuenca lacustre hacia el desagüe, paso estrecho al otro lado del cual
apareció, a mi derecha,...
... el
hoyo que aloja la Lagunilla oriental.
Precisamente
entonces las nubes se elevaron tan rápido como habían bajado, llegando a verse
algo de azul sobre el Calvitero.
Justo
donde el torrente se abarranca, además de parar a quitarme los pinchos, pues la
nieve ya era escasa y blanda, giré a la izquierda (NE) y crucé el cauce para
tomar una terraza relativamente despejada de cantos y matorral, que unos hitos
invitaban a recorrer.
Mientras
caminaba, el sol fue ganando terreno a las nubes; la temperatura agradable y la
hora me invitaron a un descenso parsimonioso y fui dejándome caer por la
suavísima pendiente, volviéndome de vez en cuando a contemplar los riscos que
me rodeaban.
Un ruido
me sorprendió a mi izquierda y vi asomar una cabra que me miraba descarada desde
detrás de un peñasco: el primer animal que veía en horas.
Enfrente
a mi derecha, al otro lado del valle, la Cabeza Nevada acababa de despejar su
cumbre. Se mostraba en su integridad los 600 m de nieve y roca de la olvidada
cara oeste.
Por otro
lado, mientras giraba con el monte, se fue descubriendo la zona media, más ancha
y suave, de la Garganta del Pinar.
Y en
esas, llegué a la cabecera del Barquillo Cimero, que presentaba ahora un
aspecto bastante más apacible y risueño que hacía unas horas. Bajando al fondo
de la depresión, retomé...
... el
camino de la subida que, entre piornos y cantos, me fue llevando de regreso
siguiendo esta curiosa arruga en la loma.
Justo
antes de dejar atrás el Barquillo Bajero, me volví a echar una mirada de
despedida a la Cabeza Nevada, que muestra desde este lado su mejor perfil.
Luego,
pasé la gran terraza herbosa al pie del Risco Redondo, en cuyo extremo norte,...
... un
grupo de grandes robles desojados me anunciaron de que se acercaba el final de
la jornada.
Efectivamente,
la senda no tardó en desembocar en la pista de las Cerradillas que, tomada a la
derecha (NE), me condujo a...
... la
Garganta de Gredos, que crucé antes de acabar en el Puente de Tormes,
reflexionando sobre la tarde tan agradable que hacía, lo bonito que se
presentaba el día cuando había salido de allí por la mañana y... el paso a
ciegas por la cresta que me hizo dejar el objetivo previsto.
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